Existe un fenómeno sociológico difícil de explicar en la Argentina. La pasión competitiva que desata el fútbol en relación con el resto del mundo, aquella pasión que sólo acepta un triunfo, y que cuando no ocurre se mira con un fracaso. Esta pasión es llevada acabo por la misma población que casi siempre reacciona con indiferencia o resignación cuando la Argentina pierde otros partidos que nada tienen que ver con una pelota.
Pocos se preocupan, en efecto, por el retroceso del país en los rankings internacionales que miden la competitividad de su economía, la calidad institucional, su capacidad de atraer inversiones, el clima de negocios, o incluso hasta el conocimiento de sus estudiantes en materias básicas, como matemática o lengua. Mucho menos por la baja proporción de graduados en carreras universitarias o terciarias relacionadas con el potencial productivo del país, la inversión en investigación científica y tecnológica, o el número de patentes anuales de innovaciones argentinas. En estos mundiales no televisados y poco difundidos, daría la impresión de que clasificar de la mitad de la tabla para abajo no tendría mayor importancia. Tampoco que se pierdan posiciones frente a otros países latinoamericanos a los que la Argentina superó durante décadas.